En Medellín, ciudad que aún cicatriza las heridas del narco imperio de los ochenta, el pasado 21 de junio se alzó una tarima que, más que celebrar la paz urbana, encendió una nueva confrontación política. El presidente Gustavo Petro subió allí junto a figuras ligadas, o al menos señaladas, por integrar estructuras criminales. El acto fue leído, por sus defensores, como un gesto audaz en la búsqueda de la paz total. Para sus críticos, en cambio, fue un pacto sin condiciones con el crimen organizado. Uno de ellos no tardó en elevar su queja más allá de las fronteras: el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez.
Con tono de advertencia y papel membretado, Gutiérrez dirigió una carta de siete páginas al Departamento de Estado de los Estados Unidos, al FBI y a la DEA. Allí, más que relatar el “tarimazo” de Petro, lo usó como punto de partida para un diagnóstico más grave: según él, Colombia —y particularmente Medellín— sigue siendo un epicentro del crimen transnacional, cuyos tentáculos llegan directo a Estados Unidos y Europa. Y por eso, lo que ocurre en la política interna colombiana, dice Gutiérrez, no puede ser visto como un asunto doméstico.
“La ciudad ha sido un nodo estratégico del narcotráfico desde los años ochenta”, escribió el alcalde. Pero el enemigo ya no es un solo capo: es una constelación de bandas, algunas locales y otras internacionales, interconectadas en una economía subterránea que mueve cocaína, armas y vidas humanas. Gutiérrez menciona una larga lista: “La Oficina”, “El Mesa”, “Los Chatas”, “Pachelly”, “La Terraza”, “Robledo”, “La Sierra”, “San Pablo”, “La Oficina del Doce”. Todas, según él, siguen activas bajo la piel de la Medellín transformada.
Pero el diagnóstico no se quedó en lo local. El alcalde advierte que estas redes tienen hoy nexos fluidos con organizaciones criminales globales: el “Tren de Aragua”, el Cartel de Sinaloa, el CJNG, la Mafia Albanesa, los “Choneros” y los “Lobos” de Ecuador, el Cartel de los Soles, las “Maras” centroamericanas y hasta las viejas mafias italianas como la ‘Ndrangheta y la Camorra. Si Gutiérrez no exagera —y sus cifras lo respaldan—, Medellín sería hoy más que una ciudad: un nodo logístico del crimen global.
Desde Washington, la carta busca eco. Gutiérrez apuesta por una mirada internacional que ponga lupa sobre lo que él considera un giro peligroso en la política de paz del Gobierno Petro. Según su interpretación, las acciones del presidente —como el evento de Medellín— estarían “presuntamente favoreciendo, directa o indirectamente, a estructuras criminales”. Esas palabras, medidas pero punzantes, no sólo buscan activar la atención de agencias como la DEA y el FBI: son también una forma de aislamiento simbólico al presidente.
El silencio del Gobierno frente a la carta ha sido elocuente. Petro, fiel a su estilo, no ha respondido directamente. Pero en sus discursos sigue defendiendo la necesidad de “hablar con los que empuñan las armas” si se quiere alcanzar una paz duradera. La apuesta de Petro es clara: negociar con el crimen sin exigir rendición previa. Para Gutiérrez, ese camino no es paz, sino concesión.
Lo que queda es una tarima vacía y un país partido en dos formas de ver la seguridad. Una que cree que la paz se construye desde abajo, incluso con quienes antes fueron verdugos. Otra que exige ley, castigo y frontera clara entre el Estado y el crimen. Y mientras tanto, en los barrios altos y bajos de Medellín, los fusiles siguen en silencio, pero no guardados. Como si esperaran cuál de los dos discursos se convertirá en política de Estado.