La economía de Medellín no se sostiene únicamente en su historia de innovación ni en sus apuestas tecnológicas. En las calles del centro, en los corredores gastronómicos de Laureles, en las colinas de El Poblado o los márgenes industriales de Itagüí, se cocina otra realidad: una ciudad que vive de servir. Literalmente. Uno de cada cuatro empleos en el Valle de Aburrá depende del comercio, la hotelería o los servicios de comida, un fenómeno que habla de una transformación silenciosa pero profunda en el tejido productivo del área metropolitana.
Los datos del DANE, actualizados a julio de 2025, lo confirman con contundencia: 413.000 personas están ocupadas en el comercio y otras 151.000 en alojamiento y servicios de comida, dentro de un total de 2,16 millones de ocupados. Esto significa que el 26% de los empleos en la región están directa o indirectamente relacionados con la compra y venta de bienes, la atención al cliente y la experiencia del visitante. En otras palabras, la economía del Valle de Aburrá se ha convertido en un gigantesco engranaje de consumo, atención y hospitalidad.
Pero esta estadística no es un fenómeno aislado. Habla de una ciudad que, tras el derrumbe industrial de décadas pasadas, ha aprendido a reinventarse en el servicio. Fenalco Antioquia ha sido enfático en ello: restaurantes, bares, hoteles y cafés no solo fueron claves en la recuperación económica post pandemia, sino que hoy son nodos de una cadena que va mucho más allá de lo visible. Desde campesinos que abastecen de frutas y hortalizas a los mercados, hasta conductores, diseñadores y tecnólogos que trabajan detrás de cada experiencia gastronómica o turística, estos sectores tejen una economía diversa, interdependiente y viva.
A ese dinamismo se suma el turismo. Medellín, que alguna vez fue estigmatizada en el exterior por su historia violenta, hoy atrae viajeros con apetito de ciudad: quieren probar, ver, caminar, quedarse. Esa metamorfosis —de ciudad evitada a ciudad deseada— se traduce en demanda de talento, inversión en hospitalidad y un nuevo tipo de trabajador: políglota, empático, adaptable. Como señala Pablo de Sargaminaga, cofundador de T-Mapp, la demanda por perfiles en hoteles y restaurantes está “en niveles históricamente altos”, con énfasis en experiencia internacional y capacidad de liderazgo en entornos de alta exigencia.
Detrás de cada mesero bilingüe o recepcionista sonriente, hay una historia de movilidad social, de formación técnica, de ambición. Medellín ha hecho de estos empleos una escalera para jóvenes sin títulos universitarios, pero con vocación de servicio. Son empleos muchas veces subestimados, pero que cumplen un rol vital: sostienen la economía diaria y configuran el rostro amable con el que la ciudad se muestra al mundo.
Sin embargo, también existen retos. La informalidad, la alta rotación y las condiciones laborales siguen siendo desafíos persistentes. Muchos de estos empleos —aunque numerosos— no siempre ofrecen estabilidad o ascenso. La política pública, entonces, tiene el reto de no solo celebrar los datos de ocupación, sino garantizar que esta economía del servicio esté acompañada por garantías laborales, formación continua y posibilidades reales de movilidad dentro del sistema.
En suma, Medellín ya no es solo una ciudad que produce cosas: es una ciudad que produce experiencias. Y eso —comer bien, dormir bien, ser bien atendido— no es una casualidad, sino el resultado de miles de personas que todos los días, en una mesa, una vitrina o un mostrador, le dan forma a una economía que ha encontrado en el servicio su nueva vocación productiva.