En un nuevo episodio de tensiones diplomáticas, el congresista republicano Mario Díaz-Balart ha lanzado una serie de declaraciones que han sacudido los cimientos de la relación entre Colombia y Estados Unidos. Con un tono que oscila entre la preocupación y el ataque directo, el legislador estadounidense acusó al presidente Gustavo Petro de padecer serios problemas de adicción, y aseguró que su comportamiento genera “vergüenza ajena” y perjudica los intereses de Colombia en la arena internacional.
Lo dicho por Díaz-Balart en entrevista con la revista Semana no puede entenderse únicamente como una opinión aislada. Representa, más bien, una señal de cómo ciertos sectores políticos en Washington están endureciendo su postura frente al gobierno colombiano. Que un congresista estadounidense recomiende públicamente programas de rehabilitación a un jefe de Estado extranjero no solo es inusual, sino que bordea la intromisión en asuntos internos, un gesto que hiere la dignidad institucional de cualquier nación.
Las afirmaciones del legislador, además de ser delicadas, están plagadas de connotaciones que fácilmente pueden ser interpretadas como un intento de deslegitimar al presidente Petro en medio de un clima ya polarizado. En Colombia, donde los ánimos políticos se encuentran caldeados y donde la figura presidencial suele ser blanco de duros señalamientos, este tipo de comentarios desde el exterior no hacen sino agravar la división interna y alimentar una narrativa internacional hostil.
Por otro lado, resulta legítimo preguntarse hasta qué punto estos señalamientos se sustentan en hechos comprobables o simplemente se articulan como parte de una estrategia de presión política. El congresista no presenta pruebas concretas, sino que cita “reportes de prensa” y comentarios anónimos para sostener sus acusaciones, lo cual resulta problemático en el contexto de relaciones diplomáticas que requieren mesura, evidencia y prudencia.
La respuesta desde el gobierno colombiano ha sido, por ahora, moderada. No obstante, en un escenario de creciente desconfianza, estas declaraciones tienen el potencial de enfriar aún más una relación bilateral que ya atraviesa momentos de tensión, especialmente en temas como el narcotráfico, la migración y la cooperación en seguridad regional. Washington observa con recelo algunas de las posturas del gobierno Petro, mientras Bogotá reclama un trato de respeto mutuo.
Cabe también reflexionar sobre el impacto que este tipo de polémicas tiene en la imagen internacional del país. Que un presidente colombiano sea blanco de críticas tan severas por parte de un congresista estadounidense no solo afecta la percepción sobre el mandatario, sino que compromete la estabilidad de las relaciones exteriores de Colombia, en momentos en que el país necesita alianzas sólidas para enfrentar desafíos económicos y sociales urgentes.
La diplomacia, lo sabemos bien, es el arte de mantener el diálogo incluso en el disenso. Y aunque las democracias deben tolerar la crítica, también deben poner límites cuando esta se convierte en difamación o en ataque personal. Colombia y Estados Unidos tienen una historia compartida de cooperación, pero también de desencuentros. Preservar esa relación implica responsabilidad de ambas partes.
En tiempos donde la política global parece ceder ante el espectáculo, resulta más necesario que nunca defender los principios del respeto institucional y la sobriedad diplomática. Las diferencias políticas entre mandatarios y legisladores no deberían traducirse en declaraciones que comprometan la reputación de un país entero. Porque en el tablero internacional, cada palabra pesa, y cada gesto —por más pequeño que parezca— puede alterar el curso de una relación histórica.