Científicos en Antioquia libran ‘guerra’ contra las super bacterias que acechan en el agua y el aire

La batalla no se libra con fusiles ni con uniformes, pero es una guerra abierta, constante, silenciosa. En el corazón del Valle de Aburrá, un ejército de científicos libra una lucha diaria contra un enemigo invisible: las superbacterias. Estas criaturas microscópicas, nacidas y fortalecidas en los rincones más oscuros del río Medellín y en el aire que respiran millones de antioqueños, se han vuelto más resistentes, más audaces, más letales. Aupadas por la contaminación y los errores humanos —como el uso indiscriminado de antibióticos y el vertimiento de aguas residuales sin tratar—, estas bacterias evolucionan a una velocidad que la medicina apenas alcanza a seguir.

Hace dos años y medio, una historia estremeció a Medellín: una familia de migrantes varada junto al río, sin recursos, sin refugio, con niños que nadaban y jugaban en sus aguas malolientes. Fue un retrato desgarrador de la pobreza, sí, pero también una ventana a una realidad más profunda. Muchos imaginaron las enfermedades que esos niños podían contraer: fiebre tifoidea, diarreas crónicas, infecciones resistentes. Y no estaban equivocados. Expertos aseguran que basta un solo contacto con esas aguas para marcar el cuerpo de un niño con bacterias que lo perseguirán toda la vida.

Pero no hay que sumergirse en el río para estar en riesgo. Las bacterias viajan. Lo hacen en el aire, adheridas a las partículas que respiramos cada día. Lo hacen en el agua que usamos, en los alimentos mal lavados, en los hospitales que, irónicamente, a veces se convierten en caldo de cultivo de infecciones intratables. El aire de Medellín, saturado de micropartículas contaminantes, puede ser vehículo de patógenos que, según los científicos, no sólo sobreviven, sino que mutan, se fortalecen y se vuelven inmunes a los tratamientos más comunes.

En los laboratorios de la Escuela de Microbiología de la Universidad de Antioquia, un grupo de investigadores lleva más de una década sumergido en el estudio del río Medellín. Lo que han encontrado es alarmante: cepas de bacterias resistentes a múltiples antibióticos, microorganismos capaces de transferir su resistencia a otros, creando una red invisible de amenazas. El río, más que una corriente de agua, se ha convertido en una autopista biológica donde circulan genes peligrosos, en silencio, con eficiencia aterradora.

Estos hallazgos han sido fundamentales para alertar a las autoridades sanitarias, pero también para abrir nuevas preguntas: ¿cómo prevenir que estas bacterias lleguen al plato del ciudadano común? ¿Qué mecanismos de vigilancia y control estamos implementando en los hospitales, en las fuentes hídricas, en el aire que respiramos? ¿Quién responde cuando las infecciones ya no ceden ni al más potente de los antibióticos?

El desafío es enorme, pero la ciencia no se rinde. El objetivo no es exterminar a todas las bacterias —un imposible evolutivo—, sino comprenderlas, anticiparse a sus mutaciones, limitar su propagación, ganar tiempo. Los investigadores trabajan también en soluciones basadas en bacteriófagos (virus que atacan bacterias), vigilancia genómica y nuevos protocolos para el manejo de residuos hospitalarios. Pero nada de esto funcionará si no hay una política pública robusta, una ciudadanía consciente y un compromiso real del Estado.

La guerra contra las superbacterias no tiene titulares estruendosos, pero es una de las más cruciales de nuestro tiempo. Cada niño que se enferma por jugar en aguas contaminadas, cada paciente que muere por una infección intratable, cada nuevo caso de resistencia bacteriana nos recuerda que este enemigo está en casa. En el aire y en el agua, en lo visible y en lo invisible, la amenaza persiste. Y con ella, la urgencia de actuar.

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