Desde hace cinco días, el parque principal de Briceño, Antioquia, dejó de ser un punto de encuentro para convertirse en un campamento improvisado donde se hacinan cerca de 2.000 personas desplazadas. El césped, los andenes, las bancas y hasta las aceras vecinas ahora están ocupados por familias enteras que huyeron con lo puesto de las 18 veredas que rodean este municipio del norte antioqueño. Son el 25 % de los briceños: atrapados no por las balas, sino por el miedo.
—¡Pa, vámonos para la casa! —le suplicó Jairo Posada a su padre, Albeiro, mientras esperaban al lado de una chiva con destino incierto.
—No, mijo, yo todavía no me siento tranquilo para volver por allá —respondió el padre, con la mirada perdida hacia las montañas que ya no les pertenecen.
Ese diálogo, breve pero desgarrador, resume el dilema de los desplazados: quedarse en la incertidumbre del parque o arriesgarse al silencio de las veredas tomadas por los grupos armados.
Desde el sábado, cuando las disidencias del frente 36 de las Farc emitieron la orden de desalojo para frenar el avance del Clan del Golfo, las montañas de Briceño dejaron de ser verdes y fértiles para convertirse en territorio vedado. La orden corrió como viento entre las fincas, llevando consigo la zozobra. Quien no saliera, se exponía. Así, con la vida en la maleta y el alma en vilo, miles de campesinos caminaron hasta el casco urbano en busca de algo que nadie les prometió: protección.
Las escuelas colapsaron, los albergues improvisados también. El parque, el único espacio amplio y público, se convirtió en refugio. Allí duermen en hamacas, colchones donados o simplemente sobre cartones. Comen de lo que llega en ayudas, si es que llega. Pero lo más difícil, dicen, no es el frío o el hambre: es la incertidumbre. “Nos sentimos como si estuviéramos presos, pero sin haber hecho nada”, dice Ana Lucía, desplazada de la vereda El Roblal.
Este martes, unos 300 decidieron regresar a sus veredas. Lo hicieron por cuenta propia, sin garantías, sin acompañamiento institucional, solo con la fe como escudo. Subieron a buses escalera, camperos y camionetas como si emprendieran una peregrinación. Jairo fue uno de ellos. Partió después de las dos de la tarde en uno de los dos buses que salieron del improvisado terminal del pueblo. Su único plan era volver a sembrar, cuidar lo poco que le dejaron.
Carlos Enrique Vera también decidió regresar. Vino desde La Calera con su esposa, hijos y nietos. El fin de semana llegó a Briceño con ocho miembros de su familia. Para devolverlos a todos, tuvo que pagar $21.000 por cada uno, un lujo en tiempos de escasez. Pero para él, el dinero no es lo importante. “Yo necesito estar con mis gallinas, con mi cafetal. No podemos seguir aquí sin hacer nada. Esto desespera”, contó, mientras acomodaba los bultos con lo que le quedaba.
Los que se quedan, en cambio, miran con tristeza las chivas que se van. Temen que sea una decisión apresurada, temen por los que regresan. Nadie —ni autoridades locales ni nacionales— ha dicho si hay condiciones para volver. Pero la paciencia se agota. El parque ya no es un lugar de descanso, sino un símbolo del abandono estatal y de una guerra que insiste en aparecer donde más duele: en las montañas olvidadas.
Briceño, que un día celebró ser zona de paz durante el proceso con las Farc, hoy ve cómo esa esperanza se desvanece entre lonas plásticas y miradas cansadas. El pueblo está dividido: unos regresan con miedo, otros se quedan con rabia. Pero todos, sin excepción, claman por lo mismo: que los dejen vivir en paz.