A las 8:30 de la mañana de este lunes, el país se detuvo. Por primera vez en la historia judicial de Colombia, un expresidente se enfrenta a la lectura de un fallo que podría redefinir no solo su futuro político, sino el de toda una nación. Álvaro Uribe Vélez, el hombre que durante décadas marcó el pulso del poder en Colombia, se preparó para ese instante con un acto íntimo y simbólico: acudió a la fe. La escena ocurrió en la Iglesia San José de El Poblado, en Medellín, donde las oraciones compartieron espacio con la tensión de un capítulo inédito en la historia contemporánea.
El gesto fue casi cinematográfico. Blanca Inés Osorio Marulanda rezaba un Padrenuestro cuando una voz familiar interrumpió su recogimiento: “Vecina, ¿me puedo sentar con usted?”. Era el expresidente Uribe, rostro adusto y paso lento, buscando un rincón discreto para acompañar la eucaristía de las 10:00 a. m. No era un acto de campaña ni un gesto de cálculo político. Era un hombre solo, acudiendo a lo más íntimo del espíritu en las horas más densas de su historia personal.
Mientras en la Avenida Oriental se arremolinaban escoltas, camionetas blindadas, periodistas y curiosos, en el templo reinaba un silencio solo roto por los cánticos litúrgicos y las palabras del presbítero Jorge Mario Acosta Gómez. “Dios puede sorprender con los actos de salvación a la humanidad”, dijo el párroco. Era una homilía con tono profético, en la que se hablaba de restitución, de esperanza, de un orden divino que se impone más allá del poder terrenal.
En las bancas traseras, simpatizantes del Centro Democrático intentaban captar con sus celulares la imagen del líder natural, como si presenciar su oración les devolviera algo de certidumbre en medio de la incertidumbre judicial. Uribe, de rodillas, no parecía mirar alrededor. Mantenía los ojos fijos en el altar, justo cuando el pan y el vino eran consagrados. En ese momento, su figura parecía más la de un penitente que la de un expresidente.
La escena, cargada de simbolismo, contrasta con el momento que vive el país. En pocos minutos, la juez dará a conocer el sentido del fallo por los presuntos delitos de fraude procesal y soborno a testigos. Es un proceso que ha polarizado a Colombia, que ha enfrentado a sectores del poder con el aparato judicial, y que redefine los límites entre la política y la ley. Para Uribe, la sentencia no solo implica una posible condena: es el juicio moral de una era.
La iglesia, decorada con banderas de Colombia, parecía un escenario dispuesto para una epifanía o para un epílogo. ¿Qué buscaba Uribe en ese acto de recogimiento? ¿Redención, fortaleza, consuelo? La fe, en momentos así, no se mide en respuestas, sino en silencios. El expresidente, acostumbrado a la acción y la confrontación, eligió ese día la quietud y la oración. Tal vez fue su manera de recordar que, más allá de los estrados, hay juicios que solo se enfrentan a solas, frente a uno mismo y frente a Dios.
Lo que suceda en los próximos días definirá más que un veredicto. Es el pulso entre la justicia y el poder, entre la historia que se escribió y la que está por escribirse. Y ahí estaba Uribe, un hombre de Estado, pero también un ser humano al filo de un desenlace. En su gesto hay una confesión tácita: que incluso los más poderosos necesitan un refugio cuando se acercan las horas definitivas. Y ese refugio, al menos por un instante, fue una banca de iglesia