En medio de una región marcada por la violencia, las dudas, y la diplomacia hecha a contracorriente, el presidente Gustavo Petro volvió a protagonizar un episodio inquietante que ha dejado preguntas sin respuestas claras. Tras asistir a la posesión de Daniel Noboa como presidente de Ecuador, a quien había deslegitimado abiertamente durante su elección, Petro no tomó el vuelo de regreso a Bogotá. En cambio, su itinerario lo llevó a Manta, una ciudad costera que no solo es conocida por su puerto estratégico, sino también por ser el centro de operaciones del temido alias «Fito», el narcotraficante más poderoso del país y socio probado de las disidencias de las FARC.
La historia comienza meses atrás, cuando Daniel Noboa fue declarado ganador de unas elecciones que, según su contrincante Luisa González y el propio Petro, estuvieron marcadas por la sombra del autoritarismo. El mandatario colombiano fue categórico en su momento: “No puedo reconocer las elecciones en Ecuador”, escribió en su cuenta de X, denunciando la militarización de la jornada electoral y señalando un claro déficit democrático. Pese a ello, y en una maniobra difícil de interpretar, Petro asistió el 24 de mayo a la posesión de Noboa, con un discurso más cercano a la conciliación que a la crítica.
Pero el verdadero misterio se tejió después de la ceremonia. Mientras los demás mandatarios regresaban a sus países, Petro decidió extender su estadía y volar a Manta, una ciudad que, más allá de sus playas y su ubicación estratégica en el Pacífico, es un enclave dominado por el crimen organizado. Allí, opera con fuerza el grupo narcotraficante «Los Choneros», liderado por Fito, un hombre que no solo tiene a la ciudad bajo su influencia, sino que ha tejido vínculos con grupos armados colombianos. Esa decisión presidencial dejó perplejos tanto a medios ecuatorianos como colombianos.
Versiones locales aseguran que el jefe de Estado colombiano se alojó en una mansión de lujo en Santa Marianita, un balneario exclusivo al sur de Manta. No se trató de una visita oficial ni se conoció agenda diplomática. No hubo reuniones públicas, ni registros de encuentros institucionales. Tampoco hubo presencia de la cancillería colombiana o ecuatoriana. En contraste, sí hubo silencio. Uno espeso, inquietante, que ha alimentado todo tipo de conjeturas.
El contexto no es menor: Fito, actualmente prófugo, ha logrado infiltrar no solo los sistemas carcelarios de Ecuador, sino también las alcaldías, la policía y el puerto de Manta. Su alianza con disidencias colombianas, como las de Iván Márquez y otras facciones del narcotráfico, ha sido ampliamente documentada. ¿Qué hacía entonces el presidente colombiano en su territorio? ¿Qué motivó ese desvío sin explicación? ¿Por qué el sigilo?
Petro ha insistido en la necesidad de una integración latinoamericana basada en la justicia social, la defensa de los derechos humanos y la soberanía regional. Sin embargo, la falta de transparencia en sus movimientos despierta una paradoja peligrosa: el discurso progresista choca de frente con la opacidad de sus actos. Y mientras tanto, ni en Bogotá ni en Quito se ha ofrecido una explicación creíble sobre la visita a Manta.
En un momento en que la región necesita más claridad que sombras, este episodio abre grietas profundas en la confianza. Más allá de la especulación, hay una exigencia legítima: que el presidente de Colombia rinda cuentas sobre sus actos, especialmente cuando estos se desarrollan en territorios controlados por el crimen y en condiciones que contradicen los principios de transparencia y soberanía que dice defender. Porque, en política, como en la vida, las formas también son fondo.