Una grieta profunda recorre el corazón del Centro Democrático, y no es precisamente por diferencias ideológicas. Esta vez, el quiebre tiene rostro, voz y luto. La voz es la de María Claudia Tarazona, viuda de Miguel Uribe Turbay, quien en una entrevista televisada, de esas que estremecen por el contexto y el contenido, denunció haber sido amenazada por la senadora María Fernanda Cabal durante la cámara ardiente de su esposo. El episodio, crudo y desconcertante, no sólo abrió viejas heridas sino que expuso con crudeza las tensiones soterradas que atraviesan al uribismo.
En su relato, Tarazona no se guardó nada. Dijo que, en medio del homenaje póstumo en el Senado, Cabal se le acercó con un tono intimidante y le advirtió que no conocía el país, que no sabía a lo que se exponía si decidía incursionar en política. “Tengo a mi esposo aquí atrás, en un cajón. Me lo mataron por hacer política”, recordó con voz temblorosa, dejando entrever que el temor ya no le cabe en el cuerpo, pero tampoco el silencio. La frase resonó más allá del recinto fúnebre y golpeó de lleno a las bases del partido.
Lo que podía haber sido un espacio de recogimiento y unidad se transformó en el detonante de una nueva batalla por el alma del uribismo. La senadora Cabal, aspirante declarada a la Presidencia de la República, respondió con un comunicado templado, como quien busca apaciguar sin ceder. Negó cualquier intención hostil y aseguró que se trató de un malentendido. Pero la acusación ya había hecho eco en las redes, en los pasillos políticos y, sobre todo, en las entrañas del partido fundado por Álvaro Uribe Vélez.
La situación adquiere otro matiz si se considera que el suegro de la denunciante, Miguel Uribe Londoño —padre del fallecido senador y figura influyente del uribismo bogotano— ha manifestado su intención de respaldar una posible precandidatura de su nuera. No sería solo un gesto simbólico, sino una jugada estratégica que busca reordenar las fuerzas internas en un momento en que el Centro Democrático enfrenta la urgencia de reencarnarse políticamente para 2026.
Este cruce de versiones y silencios rotos no ocurre en el vacío. Desde hace meses, el uribismo transita entre la nostalgia por sus días de gloria y la ansiedad por encontrar un nuevo liderazgo que le devuelva la iniciativa política. En ese contexto, cada movimiento adquiere tintes de sospecha, y toda intención —por legítima que sea— es leída como una amenaza al statu quo. El episodio de Tarazona y Cabal no es sino el síntoma más visible de una lucha por el control del relato, del partido y del poder.
La tragedia de Miguel Uribe Turbay, asesinado en un hecho aún sin esclarecer del todo, había generado un momento fugaz de cohesión entre las distintas corrientes del uribismo. Pero la paz interna fue tan breve como superficial. Bastó que el dolor se mezclara con la ambición para que reaparecieran los viejos resentimientos. Hoy, lo que está en juego no es solo una candidatura, sino el relato moral y político de un movimiento que nació prometiendo seguridad y terminó atrapado en su propio laberinto.
Mientras tanto, el expresidente Uribe guarda prudente distancia, aunque sabe que no podrá mantenerse al margen por mucho tiempo. Su silencio, elocuente como siempre, será interpretado como bendición o castigo. La pregunta, entonces, no es solo quién encabezará la candidatura del Centro Democrático en 2026, sino si el partido mismo logrará sobrevivir a esta guerra intestina que mezcla el duelo con la política, la amenaza con la memoria, y la ambición con el dolor.