Colombia despertó esta semana con una noticia que retumba en los pasillos del poder y en los despachos diplomáticos: Estados Unidos, por primera vez en décadas, decidió descertificar en la lucha contra el narcotráfico. A pesar de haber recibido un waiver —una especie de salvavidas condicionado—, el país quedó oficialmente marcado como “incumplidor demostrable” en su compromiso con el control de las drogas ilícitas. La decisión, tomada en el marco de la revisión anual de países productores y de tránsito de estupefacientes, sella una etapa de tensiones acumuladas y da paso a una cuenta regresiva cargada de exigencias.
La descertificación, amparada en la sección 706 de la Foreign Relations Authorization Act, coloca a Colombia junto a naciones como Afganistán, Birmania, Venezuela y Bolivia: países que, según Washington, han fallado de manera manifiesta en sus compromisos internacionales. En el caso colombiano, el detonante ha sido el aumento sostenido de los cultivos de coca y la producción de cocaína, acompañado por el incumplimiento de las metas de erradicación que el mismo gobierno había trazado. No es una ruptura en la relación bilateral, pero sí una advertencia en mayúsculas.
El impacto de esta medida va más allá del lenguaje diplomático. La Cámara de Comercio Colombo Americana explicó que, aunque el waiver protege temporalmente la cooperación bilateral —considerada “vital” para los intereses de seguridad de Estados Unidos—, la continuidad de esta colaboración estará sujeta a revisiones constantes, reportes verificables y metas concretas. El Gobierno de Gustavo Petro tiene ahora un año, no solo para demostrar resultados, sino para recuperar la confianza de su principal aliado en la lucha antidrogas.
La Casa Blanca reconoció los esfuerzos de las fuerzas armadas, la Policía y algunas autoridades locales, pero el mensaje fue claro: el problema está en la conducción política. El documento que acompaña la descertificación apunta directamente al presidente Petro, señalando que sus intentos de negociar con estructuras narcotraficantes habrían debilitado la estrategia conjunta y agudizado la crisis. En términos diplomáticos, fue una acusación directa al corazón del enfoque de “paz total” que ha defendido su gobierno.
A pesar de la severidad del diagnóstico, Washington dejó una puerta entreabierta. Si Colombia adopta acciones más contundentes para erradicar cultivos, frenar la producción, extraditar a los cabecillas y desmantelar las finanzas del narcotráfico —todo en cooperación con Estados Unidos—, la designación podría ser revertida. No se trata de un ultimátum formal, pero sí de un llamado urgente a la acción, con consecuencias reales para el país en el escenario internacional.
Las implicaciones no se limitan a la relación con Estados Unidos. Ser catalogado como país “descertificado” puede afectar la imagen de Colombia ante otros socios internacionales, dificultar el acceso a créditos multilaterales y condicionar acuerdos de cooperación técnica y financiera. Aunque el flujo de asistencia militar y de seguridad no se interrumpirá de inmediato, la reputación del país en materia de lucha contra las drogas —construida durante más de cuatro décadas— ha recibido un golpe severo.
En este contexto, el Gobierno nacional enfrenta un desafío mayúsculo: demostrar que su enfoque alternativo en la lucha antidrogas puede generar resultados concretos y sostenibles. De lo contrario, el “compás de espera” que ha otorgado Washington podría transformarse en una ruptura más profunda, con consecuencias no solo para la política exterior, sino también para la seguridad interna y la estabilidad institucional del país. La descertificación no es un castigo final, pero sí una alarma encendida que exige respuestas inmediatas.