Hay ministros que gobiernan con decretos y hay ministros que lo hacen con giras. Guillermo Alfonso Jaramillo, jefe de la cartera de Salud, parece pertenecer al segundo grupo. Desde que inició el 2025, su presencia en Antioquia ha sido constante, casi obsesiva. Promesas de hospitales nuevos, ambulancias que ya existían, y cifras de inversión que marean, se han convertido en una postal repetida en su paso por el departamento. Pero más allá de los titulares optimistas, hay una pregunta que flota en el ambiente: ¿por qué sus pasos coinciden tan seguido con los territorios donde los aliados del petrismo tienen su base electoral?
El caso más notorio fue el escándalo de mayo, cuando Jaramillo ordenó a varios alcaldes traer ambulancias entregadas en años anteriores para que parecieran parte de una nueva entrega del Gobierno. Lo que debía ser una muestra de gestión terminó siendo una puesta en escena que dejó dudas sobre la transparencia en la comunicación institucional. Desde entonces, el ministro parece empeñado en contrarrestar la mala imagen a punta de anuncios millonarios, pero los municipios beneficiados siguen siendo los mismos: bastiones políticos de figuras como Julián Bedoya y Juan Diego Gómez, cercanos al oficialismo.
El patrón se repite. El 23 de mayo en Itagüí, luego en Marinilla, después en Yarumal, y más adelante en municipios del Magdalena Medio. La constante no es solo la lluvia de promesas, sino la coincidencia geográfica y política. El 22 de junio, en una sola jornada, anunció inversiones por más de $21.000 millones en cuatro municipios afines a los grupos políticos que han respaldado el gobierno. A ojos de un observador desprevenido, podría parecer simple priorización territorial. Pero en un año preelectoral, donde la salud es una de las pocas banderas que el Ejecutivo puede ondear, las coincidencias comienzan a parecer estrategia.
La narrativa que acompaña estas visitas es casi cinematográfica. “¡Estamos cumpliendo con hechos que transforman vidas!”, publicó el Ministerio en sus redes, como si se tratara de un eslogan de campaña. Y no están solos. Alcaldes y alcaldesas, varios de ellos cercanos a Trujillo o Bedoya, no escatiman en aplausos. En San Vicente Ferrer, la alcaldesa Cecilia Naranjo no dudó en alabar al ministro: “Desde que lo conozco por redes sociales, qué ministro de Salud tenemos en Colombia”. El aplauso no solo fue simbólico. También fue político.
Entre julio y agosto, los recorridos no se detuvieron. En Mutatá, San Juan de Urabá, Abejorral, Alejandría y Turbo, los anuncios se multiplicaron: $10.000 millones aquí, $30.000 millones allá, otros $51.000 millones para la ampliación de la Torre Hospitalaria de Turbo. En total, sumas que superan los $100.000 millones, todas concentradas en zonas con particular peso electoral para los aliados del Gobierno. Y aunque la inversión en salud pública es siempre necesaria, la concentración de recursos plantea interrogantes sobre la equidad en su distribución.
Por supuesto, no se puede ignorar que muchas de estas regiones llevan años en rezago. Hay comunidades que claman por atención médica, por ambulancias, por infraestructura básica. Pero la coincidencia de que las respuestas lleguen justo a los lugares donde se gestan respaldos políticos es lo que ensombrece el gesto. Porque cuando la salud pública se convierte en moneda electoral, el riesgo es que el bienestar ciudadano deje de ser el fin y se convierta en medio.
En un país como Colombia, donde la relación entre poder político y recursos públicos ha sido históricamente compleja, los gestos del ministro Jaramillo merecen algo más que aplausos. Merecen vigilancia, contraste, y sobre todo, claridad. Porque mientras las cifras se acumulan en comunicados de prensa, la ciudadanía necesita saber si los recursos están siendo invertidos donde más se necesitan o simplemente donde más conviene invertirlos.