En un tono desafiante y con gesto grave, el presidente venezolano Nicolás Maduro anunció este lunes el despliegue de más de 4,5 millones de milicianos a lo largo y ancho del territorio nacional. Lo hizo en cadena nacional, acompañado de figuras del alto mando militar, y en respuesta directa —aunque sin mencionarlo con nombre propio— al reciente anuncio del gobierno de Estados Unidos, que no sólo elevó la recompensa por su captura a 50 millones de dólares, sino que también reactivó su presencia militar en aguas del Caribe bajo el pretexto de una operación antinarcóticos.
Maduro, aferrado a la retórica bolivariana que heredó de su mentor Hugo Chávez, ordenó activar un “plan especial” con el que busca blindar el país ante lo que llamó una “renovación de amenazas extravagantes, estrambóticas y estrafalarias”. Sin disimulo ni pausa, insistió en que la respuesta debe ser “patriótica, cívico-militar y profundamente revolucionaria”. Así, el peso de la defensa nacional recae nuevamente sobre la Milicia Bolivariana, ese cuerpo formado por millones de civiles armados que, bajo la tutela del chavismo, se ha convertido en columna vertebral del aparato militar y político del régimen.
En el fondo de este despliegue no solo hay una reacción militar. Hay también una apuesta propagandística que busca mostrar a Venezuela como una nación sitiada, acosada por enemigos externos y, por tanto, justificada en su cierre de filas internas. El mensaje de Maduro, envuelto en el habitual tono de resistencia, intenta transformar la presión internacional en una causa nacionalista, en una épica que movilice a la base chavista en momentos de creciente tensión regional y aislamiento diplomático.
La Milicia Bolivariana, creada por Chávez en 2008 y luego incorporada como quinto componente de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), se ha convertido en una estructura paralela al ejército formal. Conformada, según cifras oficiales, por cerca de cinco millones de reservistas —entre jubilados, amas de casa, campesinos y estudiantes—, su función ha ido más allá del entrenamiento militar. Hoy actúa también como instrumento de control territorial, ideológico y electoral. Su activación en masa, por tanto, no solo tiene propósitos bélicos, sino también simbólicos y políticos.
Curiosamente, Maduro evitó mencionar en su discurso la más reciente ofensiva estadounidense en su contra: la recompensa por su captura, ofrecida por la fiscal general de EE. UU., Pamela Bondi, el pasado 7 de agosto. A cambio, agradeció lo que llamó expresiones de solidaridad frente a lo que describió como un “refrito podrido” de viejas amenazas. En su relato, la arremetida norteamericana no es nueva ni sorprendente. Pero sí útil: cada nuevo ataque exterior permite al régimen cohesionar su base y justificar nuevas medidas internas.
No es la primera vez que Caracas recurre al músculo de la Milicia para responder a tensiones externas. Pero el momento actual tiene tintes más graves: el despliegue de buques de guerra estadounidenses en el Caribe, la acusación formal contra Maduro por supuestos vínculos con el narcotráfico y el progresivo cerco financiero que enfrenta su gobierno, crean un escenario más volátil. Frente a ello, la militarización del país aparece no sólo como respuesta política, sino como estrategia de supervivencia.
Este anuncio, sin embargo, plantea preguntas que van más allá del número de uniformados. ¿Cuán operativa es realmente esa fuerza? ¿Está preparada para una eventual confrontación externa? ¿Hasta qué punto el chavismo apuesta por una narrativa de guerra para encubrir su crisis interna? Lo cierto es que mientras Maduro levanta milicias, la comunidad internacional observa con creciente alarma el avance de una militarización que no tiene fronteras claras entre defensa, propaganda y control social.