En el barrio Loreto, en el centro oriente de Medellín, la noticia corrió como un viento helado: Luisa Fernanda Palacios Palacios, de 38 años, fue asesinada dentro de su casa la mañana del viernes 18 de julio. Su cuerpo fue hallado con múltiples heridas de arma blanca, y aunque fue trasladada a la Clínica del Sagrado Corazón, ingresó sin signos vitales. La brutalidad del crimen sacudió no solo a su familia y vecinos, sino a toda una ciudad que parece haberse acostumbrado al silencio institucional frente a la violencia que se cierne, cada vez con más frecuencia, sobre las mujeres.
Poco después del hallazgo, las autoridades capturaron a Wilmar Palacios, su expareja y presunto asesino. Tenía aún las llaves de la casa y, según los primeros informes, ingresó esta mañana sin forzar la puerta. Pero el dato más desgarrador del caso no está en la escena del crimen, sino en los expedientes archivados: Luisa Fernanda había interpuesto al menos ocho denuncias por violencia intrafamiliar contra su agresor. Ocho llamados de auxilio que, uno tras otro, se hundieron en la indiferencia burocrática.
El asesinato de Luisa no es un hecho aislado: en lo que va de 2025, Medellín ya suma 20 mujeres asesinadas, un 43% más que en el mismo periodo del año pasado. Doce de esos casos están siendo investigados como feminicidios. Las cifras se acumulan, pero con ellas también la sensación de impotencia. ¿Cuántas denuncias más se necesitan para que una mujer sea protegida? ¿Cuántos nombres más deben sumarse a esta lista de muertes anunciadas?
El crimen de Luisa Fernanda es la confirmación dolorosa de una realidad ya sabida: el sistema de justicia y protección en Colombia sigue fallando cuando más se le necesita. Las instituciones reciben las denuncias, pero muchas veces no actúan con la urgencia que estos casos ameritan. Las medidas de protección, cuando se otorgan, llegan tarde o simplemente no se hacen cumplir. Y mientras tanto, los agresores siguen circulando libres, con las llaves de la casa, con la violencia intacta.
Vecinos del sector, visiblemente afectados, relataron que Luisa había intentado rehacer su vida lejos de su agresor, pero la cercanía, el miedo y la inacción del Estado se lo impidieron. «Ella no solo denunció, rogó. Y nadie la escuchó», dijo una vecina entre lágrimas. En efecto, no se trató de una mujer que calló, sino de un Estado que no respondió. Esa es, quizás, la tragedia más insoportable.
Ahora, con la captura de Wilmar Palacios, el caso está en manos de la Fiscalía, que investiga el crimen como un posible feminicidio. Pero el castigo, aunque necesario, llega demasiado tarde. Luisa Fernanda no está viva para ver justicia. Su historia, tristemente, ya es parte del expediente más amplio y doloroso que tiene este país: el de las mujeres asesinadas por quienes alguna vez dijeron amarlas, mientras el Estado miraba para otro lado.
¿Y la justicia? Esa es la pregunta que Medellín, Antioquia y Colombia entera deberían hacerse hoy. Porque las cifras pueden cambiar de año en año, pero la impunidad sigue siendo constante. Y mientras no se transforme esa indiferencia estructural, cada denuncia ignorada puede ser la antesala de otro crimen. Como el de Luisa Fernanda. Como tantos otros que aún no tienen nombre, pero que ya están en la fila del olvido.