Colombia volvió a despertar al sonido seco de la violencia, esa que se creía menguada por los diálogos y los anuncios de paz, pero que en las últimas horas ha regresado con el rostro del ELN y su ofensiva simultánea en distintas regiones del país. Desde el Pacífico hasta la frontera con Venezuela, pasando por el corazón selvático del Guaviare, el grupo armado ha dejado claro que aún conserva capacidad de fuego y voluntad de confrontación, en una jornada que ha puesto en máxima alerta a la Fuerza Pública y al Gobierno nacional.
En Buenaventura, una de las joyas comerciales del país por donde circula buena parte de las exportaciones, la vía al mar amaneció cercada por símbolos de guerra. En Loboguerrero, banderas del ELN ondeaban sobre un escenario de destrucción: tres tractocamiones incinerados, un contenedor cruzado como barricada y cilindros abandonados con grafitis alusivos al grupo insurgente. Las autoridades, en una operación tan cuidadosa como tensa, trabajan para despejar la vía mientras inspeccionan los posibles explosivos dejados como advertencia. El Cuerpo de Bomberos fue retirado del lugar ante el riesgo latente de una nueva explosión.
Ese corredor entre Cali y Buenaventura, vital para el comercio exterior colombiano, permanece cerrado, generando millonarias pérdidas económicas y dejando a su paso una sensación de fragilidad institucional. Pero la ofensiva no solo apunta al Estado: en las zonas rurales cercanas, el ELN mantiene enfrentamientos armados con disidencias de las FARC, en una disputa que ya no es ideológica, sino territorial. Se pelean el control de la coca, las rutas y el miedo.
Más al oriente del país, en Calamar (Guaviare), la violencia tomó otra forma. Desde un dron, fue lanzado un artefacto explosivo contra tropas que vigilaban las afueras del Batallón de Infantería de Selva. Aunque la granada detonó, no se reportaron víctimas, lo que no resta gravedad al hecho: el uso de tecnología de guerra no convencional confirma que los grupos armados ilegales están innovando sus métodos para sortear los controles del Estado.
También se han reportado acciones hostiles en Arauca y en las inmediaciones de Cúcuta, zonas históricamente golpeadas por el conflicto armado y que hoy vuelven a la primera plana del miedo. Los bloqueos, las amenazas y la circulación de panfletos advierten sobre nuevos ataques. Mientras tanto, el Estado parece moverse entre la contención táctica y el desgaste político que implica seguir hablando de paz mientras la guerra se pasea por las carreteras.
Las preguntas abundan: ¿se trata de una estrategia del ELN para presionar en la mesa de negociación? ¿Es una ruptura silenciosa del proceso? ¿O simplemente la confirmación de que no hay un solo ELN, sino muchos frentes con mandos fragmentados y agendas propias? En cualquier caso, la ofensiva ha puesto al país en vilo y al Gobierno frente a un dilema de difícil resolución: continuar con la apuesta del diálogo o endurecer la respuesta militar.
Mientras el Ministerio de Defensa refuerza su presencia en los puntos críticos y el presidente Petro guarda silencio público, los colombianos asisten a una escena repetida, casi ritual: la del miedo que vuelve sin pedir permiso. La guerra no ha terminado, y en Colombia, la paz aún es un proyecto sin calendario.