En una jugada que raya en lo surrealista y plantea serias preguntas sobre el estado de la democracia global, el expresidente filipino Rodrigo Duterte, detenido en la Corte Penal Internacional (CPI) por presuntos crímenes de lesa humanidad, ha ganado las elecciones a la alcaldía de Davao, la ciudad donde cimentó su carrera política y que considera su feudo personal. El veterano político de 80 años arrasó en las urnas mientras permanecía preso en La Haya, dejando atónitos a analistas, defensores de derechos humanos y organismos multilaterales.
Davao, la tercera ciudad más grande de Filipinas, con 1,8 millones de habitantes, ha sido durante décadas el epicentro del poder local de los Duterte. El patriarca gobernó la ciudad en múltiples ocasiones antes de lanzarse a la presidencia, y su estilo autoritario, muchas veces respaldado por una narrativa de orden y limpieza, le ganó tanto fervientes seguidores como enconados críticos. Hoy, desde una celda al otro lado del mundo, Duterte confirma que su influencia política sigue intacta.
La Comisión Electoral de Filipinas reportó que, con el 77% de los votos escrutados, Duterte obtuvo más de 636.000 sufragios, frente a los apenas 78.000 de su contendiente más cercano. Este resultado no solo lo convierte en alcalde electo, sino que lo reafirma como un símbolo de poder arraigado, incluso en medio de acusaciones por asesinatos extrajudiciales y violaciones masivas a los derechos humanos durante su violenta cruzada contra el narcotráfico entre 2016 y 2022.
Detenido en marzo pasado en el aeropuerto internacional de Manila, su traslado a La Haya fue celebrado por organizaciones humanitarias que, durante años, documentaron con rigor la brutalidad de su administración. Miles de ejecuciones sin juicio, desapariciones forzadas y políticas que criminalizan la pobreza son parte del expediente que ahora reposa en los archivos de la CPI. Sin embargo, en Filipinas, y especialmente en Davao, su narrativa de «mano dura» sigue siendo percibida por muchos como sinónimo de eficacia.
La paradoja no puede ser más elocuente: mientras en Europa enfrenta una acusación que podría llevarlo a cadena perpetua, en Asia reafirma su liderazgo democrático por vía electoral. El caso plantea interrogantes que trascienden las fronteras filipinas. ¿Puede un condenado por crímenes de lesa humanidad ejercer funciones públicas? ¿Qué mensaje envía esto a las víctimas y a la comunidad internacional que clama justicia?
Filipinas no es signataria del Estatuto de Roma desde 2019, cuando Duterte decidió retirar al país del acuerdo que sustenta la CPI, precisamente tras las primeras indagaciones por su guerra antidrogas. No obstante, el tribunal internacional continuó con su proceso, amparado en crímenes cometidos mientras el país aún era miembro. Hoy, la legalidad del arresto no está en duda, pero su efecto político en casa es profundamente desconcertante.
Lo ocurrido en Davao recuerda al mundo que el poder —cuando se enraíza en las emociones, la identidad y el miedo— trasciende muros, tribunales y fronteras. La figura de Duterte, tan controvertida como poderosa, desafía no solo a la justicia internacional, sino también a las nociones tradicionales de gobernabilidad y ética pública. Su elección como alcalde, aun estando detenido, configura el tablero filipino y plantea un nuevo dilema para la CPI: ¿cómo juzgar a un hombre que aún manda desde la prisión?
Duterte, desde su celda, sonríe ante las urnas. Y con él, lo hace una parte de Filipinas que aún cree que la violencia es un camino legítimo hacia el orden. La historia lo juzgará. Pero por ahora, el veredicto de las urnas es claro, aunque amargo: el poder, incluso tras las rejas, puede seguir gobernando.