A veces la dignidad duele. Y cuando duele demasiado, se desborda en gritos, se escapa en improperios, se manifiesta en lo que la etiqueta política considera imperdonable: una grosería. Eso fue lo que ocurrió con el ministro de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo, durante una visita al hospital de Puerto Gaitán, en el Meta. Frente a una realidad que parece no conmover a nadie, el ministro rompió el molde: lanzó un insulto. No fue elegante, no fue diplomático, pero fue humano. Profundamente humano.
El contexto es importante. En ese centro de salud, lo que debería ser una red de atención primaria es, en realidad, una puerta giratoria hacia otras ciudades. Villavicencio, Bogotá, incluso otros departamentos, reciben a los pacientes que el hospital local no puede atender. No por falta de voluntad médica, sino por carencias estructurales, presupuestales y políticas. El hospital remite porque no puede resolver. Y cada remisión es, en el fondo, una derrota del sistema de salud pública.
Jaramillo, médico de profesión antes que político, no disimuló su furia. “Ojalá le tocara a usted, que se enfermara aquí y no tuviera familia, hijuep$&@…”, exclamó, dirigiéndose a la gerente del ESE Departamental. El video del momento se viralizó en minutos. Las reacciones fueron predecibles: algunos condenaron la falta de decoro, otros celebraron la autenticidad. Pero más allá de la palabra malsonante, ¿qué nos está gritando este episodio?
Nos habla de una desconexión entre los discursos de poder y la realidad de los territorios. De cómo, en muchos rincones de Colombia, la atención médica es una promesa vacía. Nos recuerda que hay hospitales que son solo fachadas, médicos que se convierten en burócratas por obligación, y pacientes que cargan con su enfermedad como una condena, sabiendo que el sistema probablemente les fallará. A veces, solo una grosería parece estar a la altura del drama.
Claro, el protocolo exige mesura, y un ministro tiene el deber de cuidar su lenguaje. Pero también tiene el deber —quizá más urgente— de sentir indignación. Colombia necesita líderes capaces de conmoverse, de alterarse, de no ser inmunes al abandono. Si el insulto del ministro sirve para poner el reflector sobre los hospitales invisibles, sobre los enfermos anónimos que mueren esperando una ambulancia, entonces su furia tuvo sentido.
Sin embargo, no basta con gritar. No basta con indignarse. La rabia debe transformarse en política pública, en decisiones firmes, en presupuestos redistribuidos, en vigilancia efectiva, en reforma real. El grito debe ser el inicio, no el final. De lo contrario, quedará como otro escándalo anecdótico, como una explosión emocional más en el ruido ensordecedor de nuestra política.
El hospital de Puerto Gaitán no necesita disculpas ni sanciones verbales. Necesita recursos, personal médico, infraestructura digna y una red de atención que funcione. Lo mismo podrían decir muchos otros municipios en el país. Mientras discutimos si un ministro puede decir una mala palabra, cientos de colombianos siguen esperando atención en centros de salud que no tienen ni una jeringa disponible.
Quizá la verdadera obscenidad no fue la palabra del ministro, sino el sistema de salud que la provocó. Y en ese espejo incómodo, todos, no solo el funcionario, deberíamos vernos reflejados.